jueves, 20 de agosto de 2009


Todo indicaba que no era una sana idea, pero lo hice. No se por qué, pero tengo una particular inclinación por hacer lo que no debo, lo que no es seguro hacer. Estaba sola, y algo más fuerte que yo me convenció llamó desde mi interior, para que me fuera a meter a uno de esos clubes clandestinos y lumpen para bisexuales. Supuestamente, el lugar tendría que tener gente de todos los sexos, pero la lógica ya me anunciaba, mucho antes de que yo llegara, que yo sería la única mujer ahí. Lo que más me atraía era saber eso, saber también que corría peligro. Exploré el sitio, sus rincones ocultos y los lugares donde hombres se tocaban, besaban y follaban sin percatarse gran cosa de lo que sucedía a su alrededor. Un tipo grande y gordo, en el que nunca me hubiera fijado en otras circunstancias, me descubrió en la penumbra. Hizo a un lado al chico que le practicaba sexo oral y caminó hacia mí, sin pantalones y con el miembro descubierto. Me quedé paralizada. No es que no hubiera visto un pene antes, es sólo que este en particular era horrendo. Cuando llegó conmigo, un curiosidad casi infantil me hizo tocárselo y él, aprovechó el encuentro para bajarme a la fuerza hasta que estuve a distancia de chupárselo. Lo hice, sabía a semen seco, y me dío un poco de asco. De cualquier manera, no había salida. Seguí chupando y él me empujaba para que su glande me tocara la garganta. Me pareció que el ruido de mis arcadas lo exitaba. Nadie me había tratado con tanta violencia. Dejé de pronto de pensar, solo sentía. El poder de sus manos llevándome de un lado a otro me provocaba una especie de mareo. La exitación provenía del estómago; no había nada racional en el asunto, mucho menos nada sentimental. Me manoseaba sin ningún cuidado, y yo me sentía liberada de la carga moral de satisfacerlo. Podía sólo dejarme llevar; lo emocionante radicaba ahí, en que no había nada de bueno, y sin embargo, estaba completamente mojada. Seguramente lo advirtió mientras me lamía el cuello y metía una mano por abajo de mi falda. Yo no podía dejar de tocarle las pelotas y de desear que ese miembro horrendo me calmara las mareas del coño. No sucedió, me volteó contra la pared y sin que yo hiciera nada para evitarlo, me penetró por el ano. Grité. Recuerdo haberme escuchado un grito agudo, punzocortante. Mientras me cogía, metía sus dedos, y algunas veces la mano entera a mi boca. No sé cómo, pero en medio del dolor, encontraba gratificación en chupár, en mamar como si estuviera mamando al hombre de mi vida. Sentí su descarga dentro, y luego lo sentí salirse de golpe. Unas gotas escurrieron en mis nalgas. Me lamió la oreja una vez más. Mi boca buscó la suya, pero ya no la encontró. El tipo gordo se acomodaba la ropa y se marchaba. Me quedé tan caliente... (Imagen: Henry Fuseli)

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